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domingo, enero 08, 2006

El amor (segunda parte) 

La idea era escribir una oración o un poco más sobre las mejores escenas del año. Pero Juan Manuel Domínguez no pudo contenerse, o no quiso hacerlo, y al escribir sobre la escena del King Kong de Peter Jackson terminó contando varias cosas que pueden llegar a no importarles. Están avisados.

Muchas de las cosas que pasan dentro de King Kong, ya sea como película o como ser ficcional que late, se golpea el pecho y se sabe pronta sombra, fueron demasiado para mi diciembre. Fue la película exacta en el momento más triste de mi vida, que sería torpe definir de exacto. Yo era King Kong, yo era torpe, gigante y bruto, yo lleve las cosas a una cima desde donde solo quedaba caer. Al menos así me sentía, en aquel primitivo estado de culpa tan lógico, para mi simiesco trato conmigo mismo, como bestial. Y esa mañana me subí al cine, por que King Kong es una película que envuelve, con patas que aprietan y protegen, y me deje llevar, llorar y llenar. King Kong es la aventura como un todo cinematográfico –un kit anti-males de este mundo- que lleva en su cintura un martillo/pasión hecho con la furia de Peter Jackson, un taladro/mito con la mecha que es la leyenda de la bestia de 10 metros y una sierra/nobleza capaz de subrayar y recortar momentos que en cualquier otro film estarían repletos –como chorreando mermelada- de la visión del mundo del director (Guerra de los mundos se me ocurre como primer ejemplo). Jackson ama a su film, su génesis y se entrega a la historia. Por todo eso y muchas cosas más que escapan a mis caracteres la secuencia del año, de mi año para el resto de mi vida, es la pelea de Kong contra tres Tiranosaurus Rex. La rubia, la gran Naomi Watts, logra escapar de un dino rex para quedar, a pasitos nomás, de otro. Intenta escapar, tropieza y cuando esta a punto de ser devorada, de entre la jungla aparece, como si de Superman se tratara, el Rey Mono. La pelea que a mi dominguero entender es la mejor de que alguna vez haya visto sigue hasta que los pugilistas se reducen a un one on one: T-Rex vrs. Kong. Como si de una videogame se tratara quedan a distancia protocolar, se miran, brama uno y grita el otro, la Rubia a mitad de camino retrocede sin dejar de ver al saurio y se refugia bajo las toneladas que hacen a Kong. Sabe de lo que es capaz. El Rey se golpea el pecho, el Dino torea. Chocan. El simio le abre la boca, y con los dientes le arranca la lengua (movimiento de match pendenciero, exagerado, único, arriesgado y definitivo, un movimiento muy similiar a lo que King Kong es al cine). Dino no puede, Kong sabe que tiene que ponerle fin. Y lo hace. Cae el dinosaurio vencido, el mono se para sobre su rostro y nuevamente se magulla el pecho. Después, se aparta de la rubia, como su cuasi sacrificio no dejara en claro su pasión. Ella se le acerca. Y él la sube a su lomo, demostrándole que sus gestos enfermos, que su violencia no son más que sus únicas formas de cuidar, que solo así podía demostrarle lo que él era y que no podía jamás entenderla, si quererla, pero no comprenderla. Su amor en furia lo mato. Por esa ferocidad tan cruel y noble, que tan mía siento a veces en más de una persona, por sentirme tremendo, y extinto, y por descubrir una isla donde vivir, llamada King Kong, es que esa escena y esta película son, término discapacitado para mostrar su importancia, “mi película del año”.
Juan Manuel Domínguez

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