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jueves, marzo 10, 2005

Eterna sonrisa de Piriápolis 

Whisky (Uruguay, 2004) Dirigida por Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. Con Andrés Pazos, Mirella Pascual y Jorge Bolani.
ESTRENOS
Puntaje: 8.

Lo peor que le podía pasar a una película tan redondita como Whisky es que termine como una de las tres patas de ese slogan pasajero llamado mini-boom uruguayo o algo así. De un lado, porque la asunción de Tabaréle gana por varios cuerpos en relevancia. Del otro, porque quedar asociada al gestito de idea de Drexler en los Oscar es bastante menos de lo que se merece (aunque hay que reconocerlo: Drexler estuvo muy bien). De todas formas, la nueva película de los autores de 25 Watts ha demostrado que vuela por sí sola, y allí están la infinidad de premios -desde Cannes a Tokio- que dan cuenta de ello.
Comedia trágica, con referencia obligada al local Rejtman y al lejano Kaurismaki, a partir de Whisky uno podría decir que Piriápolis es a Montevideo lo que Mar del Plata es a Buenos Aires. Esos resabios de un glamour vacacional hoy descascarado y nostálgico, gastado y crónicamente invernal (que acá aprovecharon tan bien esas joyitas de ¿Sabés nadar? y Nadar solo), son el escenario para la porción más viva de la película, cuando el extremo cálculo deja de jugarle en contra. Porque antes de Piriápolis, Montevideo marca el comienzo, en la gris y rutinaria fábrica de medias que agota la vida de Jacobo Koller, donde también trabaja Marta, quien a pedido de Jacobo se hará pasar por su mujer cuando llegue Herman, el hermano que triunfó en Brasil. Y en la dinámica que se da entre los tres personajes triángulo de amor bizarro, según el amigo Juan Manuel Domínguez en la Llegás- es en donde las capas de la edad se vuelven traslúcidas.
Los directores encuentran una universalidad y una pureza narrativa que no es producto del ascetismo visual o la extrema confianza en la expresividad de los objetos (es genial el ejemplo de un tubo de oxígeno que resume el calvario de Jacobo cuidando a su madre enferma) El hallazgo es un delineamiento preciso de los personajes, tan preciso que desnuda sus conflictos pasados y presentes sin mencionarlos nunca. Un minimalismo emocional con una fuerza tan silenciosa como la de ese gesto sin origen, paralizante, que es el decir whisky ante una cámara de fotos, congelando la sonrisa.
Pero el mayor mérito de los directores no es -como se dijo por ahí- lograr hablar de los conflictos de una edad (los 60) que no es la suya, sino encontrar el punto en donde no hay edad que valga, en donde el tiempo no transcurre nunca. Escuchando canciones de amor en un walkman en el colectivo, Marta es probablemente la misma soñadora ahora que a los 15. El resentimiento de Jacobo y la competencia con su hermano se sospecha igual a los 10 que a los 60. Y lo mismo con la arrogancia de Herman, por lejos el mejor personaje. Una forma más resumida de decirlo, aunque exagerada y cursi, es que Whisky se mueve y crece dentro de un lugar emocionalmente atemporal, y por eso eterno.
Agustín Mango

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