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lunes, septiembre 22, 2003

Bienvenidos al lado podrido de la vida  

El invasor (O invasor, Brasil, 2001). Dirigida por Beto Brant. Con Marco Ricca, Alexandre Borges y Paulo Miklos.
Ficha técnica.
ESTRENO
Puntaje: 5. En los diarios: Horacio Bernades (Página/12): - ; Fernando López (La Nación): 8; Paraná Sendrós (Ambito Financiero): 6; Aníbal M. Vinelli (Clarín): 4.

El invasor permite ingresar a la dicotomía personaje-eje / paradigma-verdad particular. Anísio es un condenado, un hombre sin identidad que solamente está ávido de poder y de un lugar de pertenencia. Y su mundo es un San Pablo segregado, de furia separatista, con quiebres ilusorios de máscaras de respeto.
La historia es simple: dos socios contratan a un asesino a sueldo para matar al tercer socio. Después del asesinato, el killer quiere cada vez más poder y se apodera de sus vidas. Este asesino a sueldo es Paulo Miklos, cantante de una banda de rock brasileña llamada Titãs, un tipo con un rostro tan absurdamente descarriado como letal.
El mal (en los personajes altos y bajos) transita por las berrinchas imágenes en esta producción formalmente esquizoide, con cámara en movimiento y granos gigantescos, con un montaje que está de moda desde hace años y quiere seguir de moda amenazando con molestarnos por mucho tiempo más. Existe un maltrato visual que fundamentalmente se maneja con formas no primarias, ya bastardeadas e insoportables.
El inquilino (Anísio) martilla clavos en el lípido de los cerebros de los socios vivos. La percepción, la motricidad y el lenguaje se regulan como un viaje de drogas que no conduce a ninguna respuesta. Como espectadores experimentamos un continuo sube y baja de insatisfacciones y goces, aunque casi todo el tiempo nuestros cordones tocan el piso. La película muestra una falta de “estetización” como marco de referencia activo.
La música explota con la sensación del mal enrarecido y algunos climas son realmente muy acertados. Pero no hay coherencia semántica a partir de las imágenes, especialmente en la última media hora.
El personaje de Miklos brilla en su oscuridad, en su violencia extrema, en el nada-que-perder, en su humor, en su falta de máscara frente a la actitud de la clase media brasileña. Anísio quiere pisar alto y justamente para eso va a trabajar a la constructora, y ningún cheque –como él mismo se encarga de aclarar– vale lo que está viviendo en ese momento. No vacila en sus deseos y ve que el mundo está cada vez más chiquito, porque él todo lo puede y no es sólo un lumpen, sino que es un lumpen endemoniado por la ferocidad del sincronismo y la injusticia.
Leandro Rosenzveig.

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