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viernes, junio 11, 2004

El placer de la mirada 

CAPRICHOS

En medio de una trama disparatadamente absurda, tan incomprensible en su hilación como básica en su planteo original, tan desmesuradamente recargada que riza el rizo y desborda el barroquismo, una eminencia de la psiquiatría avanza a toda velocidad escortada por dos toscos policías explicando cómo funciona la (de)mente de un psicópata de personalidad múltiple. Uno intenta por inercia seguir la corriente didáctica de la doctora (¿No estamos acostumbrados a que el cine se reduzca a contar historias que nos ayuden a dormir?) pero de repente notamos que el plano en el que están inmersos estos tres personaje comienza a tomar proporciones ominosas. Los segundos corren, luego los minutos y el plano sigue, desafiante, estóico, casi obsceno. Recorre pasillos, baja transversalmente escaleras, penetra en acsensores y cruza un edificio de punta a punta. Lentamente, lo que se dice, o incluso cómo se lo dice, pasa a un segundo plano y el bendito espectador -que obviamente algo conoce de los mecanismos cinematográficos, pues más de una tía solterona no distingue si se ha producido un corte o no- siente de a poco a esa tensión épica que corre por los huesos, esa intriga formal -nunca creí poder escribir estas palabras- que se resume en una simple pregunta: ¿Hasta cuándo podrá sostenerse este eterno plano?, ¿cuándo acabará? Si bien es De Palma (un reconocido exhibicionista) el responsible de este manierismo cinematográfico, en su magistral Demente (Raising Cain, 1992), cabe aquí preguntarnos si algo del placer del cine no reside en su valor puramente estético.
Probablemente muchos piensen que la afirmación anterior es una sandez o incluso una obviedad. Pero no puedo dejar de realizar tal género de observaciones, puesto que rigen mi experiencia como espectador cinematográfico. Infinidad de veces, una puesta en escena excelsa realza una historia pobre pero son contados los casos en los que un buen relato se salva si está cimentado en una planificación trivial o incluso conservadora. Encuentro cierto placer autónomo en ver planos arriesgados, excesivos o incluso plenamente gratuitos. Hay una satisfacción casi masturbatoria en la virtuosidad visual, en los ángulos de cámara desmedidos o en los encuadres extraños. Tomo como ejemplo una película argentina, tan novedosa hoy en día como el llamado "Nuevo Cine Argentino". Me refiero a Los venerables todos, tal vez la obra maestra de Manuel Antín. Antín, influenciado por Resnais y Antoninoni, jugó con la planificación como nadie en la generación del 60 y basta ver unos minutos de la película antes citada para notar la rigurosa estilización que utiliza. No sabría decir si está justificado el uso de extensos travellings que terminan en un vacío oscuro o angulaciones que parten desde abajo de una mesa de vidrio; pero sin duda yo me regocijo en estas decisiones y no pretendo que tengan una justificación narrativa.
Los ejemplos abundan y cada época nos entregará su visión particular sobre la planificación en función de lo narrado o el vuelo poético visual que excede a la excusa dramática usada para filmar (triste herencia literaria). Lo interesante es, tal vez, independizarse tanto de la simplicidad visceral de la búsqueda de entretenimiento como de la frigidez del academicismo y permitirse gozar libremente del uso de la cámara como arma estética, como herramienta de experimentación. Sin tomar en cuenta las implicancias políticas, sociales o ideológicas, admitamos que a todos nos gusta un poco el lujo, aún si no entendemos de dónde viene.
Guido Segal.

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